Desde la Torre Latinoamericana

He tardado tiempo en darme cuenta de que la sencillez que tanto me atrae de las calles en ángulo recto, creando manzanas rectangulares (trazado hipodámico), típicas de la ciudad colonial española, no es tal sencillez, que sus centros históricos son un enmascarado laberinto en el que irremediablemente me desoriento.
Esto me sucede especialmente en esta inmensa urbe que es la Ciudad de México. Nunca sé hacia que punto cardinal camino, si me alejo o me acerco al sólido e intenso Zócalo, si dejé atrás la mole de mármol del palacio de Bellas Artes o la voy a encontrar de bruces.
Pero este domingo todo cambió, comimos en el restaurante del piso 41 de la Torre Latinoamericana, el edificio más alto de su centro histórico, una auténtica atalaya.
Eduardo ponía los nombres: la peatonal calle Madero que une Bellas Artes con el Zócalo, hacia el este; el aeropuerto, el lago de Texcoco, los rascacielos de Santa Fe, la calle Reforma con sus protagónicos edificios...

Rosa tomó la sombra de la Torre sobre la ciudad a nuestros pies, infinita ciudad con ambición de treparse a las montañas que la rodean:

De repente, desde la altura se deshizo el laberinto.

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