Once horas de vuelo

Me acompañó Eduardo al aeropuerto y en seguida la ciudad se hizo pequeña. Se me hacen fáciles esas once horas. Es como estar sentada en el salón de casa. Pero sin películas, me acostumbré a no verlas, me chocan las versiones dobladas. Llevo dos o tres libros, de diferentes densidades y contenidos y tamaños de letras, variados para que llenen todos los huecos de las horas si fuera necesario. Me tomé una ligera pastilla para dormir, para facilitar el desfase horario pero no me sirvió de nada. Ni la botellita de vino de la comida. Creo que dormí menos que nunca debido a un tremendo bullicio en los grupos que me rodeaban. Mujeres que salían por vez primera de México para ir al Vaticano. Un grupo de hebreos, por sus libros y alguna kipá en las cabezas masculinas, que no sé si iban o regresaban. Menos mal que la lectura de “Gomorra” de Saviano aligeró todo lo que podría haber sido pesado. Y fueron apareciendo luces acá y allá, Madrid. En el aeropuerto, sorpresa, Teresa amaneció antes que el día para buscarme. Estoy en casa.

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