En Culiacán

Fue un viaje breve, pero intenso, como acontece siempre con los cambios de espacio, y más si son nuevos para los ojos. Culiacán, capital de Sinaloa, frontera con Estados Unidos, suena a narco, y piensa uno que va a llegar a una ciudad despoblada y que sus pasos van a retumbar en las calles. Pero no, es una ciudad normal, como cualquiera. Anduve por el centro histórico con la idea de encontrar algún rasgo de belleza y las muchachas con botas, vaqueros ajustados con adornos brillantes y un calor húmedo a las doce del mediodía que me oprimía la nuca. La única librería que encontré estaba abandonada. Recuerdos de un tal Malverde, santo de los narcos. Calles en proceso de pavimentación, anuncios gigantes, cableado eléctrico rayando el cielo. Salí del centro y encontré una agradable calle, con frescos portales, que eran las salitas de las casas señoriales. Disfruté de una exposición del ácido humorista de prensa Abel Quezada, una deliciosa ironía para describir la idiosincrasia de sus paisanos, esos rasgos que tan marcados son para los ojos ajenos, los míos. Y lo más espectacular el Jardín Botánico, enredadas las esculturas en la naturaleza.



La inauguración de la exposición de Eduardo era a las ocho de la tarde. Globos de colores y cuadros geométricos de textura huichol dieron colorido al Museo de Arte de Sinaloa (MASIN). Una inolvidable cena con el director del museo, Alberto González, de Canarias y su equipo de trabajo, de Culiacán.

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