Con Dios o sin Dios

Llevo desde el verano pasado con la intención de conseguir el libro “Fuentes” de Alejandro Aura, se publicó en Venezuela en el año 1993, y Alejandro no tenía ningún ejemplar, contacté por facebook con la editora, y me dijo que sí tenía ejemplares y que con gusto me enviaba uno, solo que no confiaba mucho en el correo de su país. Estuve atenta a cualquier contacto posible que fuera o viniera y en diciembre se dio la ocasión.
En los trámites migratorios para ampliar mi residencia en México, escuché a una mujer decir que era de Venezuela y la abordé. En un rato, con esa capacidad femenina que tanto asombra a Eduardo, estábamos al tanto de nuestras vidas. Jenny, un poco más joven que yo, maquillada, bien peinada, bien vestida, buen tipo, madre de tres hijos entre once y un años, decidida, entusiasmada con su nueva vida, agradecía una y otra vez a Dios su dicha, su suerte. Yo pensé que sí estaba intenso aventarse un cambio de país con tres escuincles, su marido iniciaba un trabajo como distribuidor de telefonía móvil. Me quedó claro que tenían dinero pero no que fueran millonarios. Se habían acoplado bien en la sociedad potosina desde que llegaron en septiembre, no como yo que ya llevo un año. Sus hijos iban a un colegio del Opus, tanto allá como acá, me gustó que lo dijera con tanta naturalidad, y el ambiente que habían encontrado era idóneo. En fin, el caso es que su familia venía a visitarla en Navidad y haría lo posible por que me trajeran el libro.
Seguí por correo electrónico los contactos y los movimientos hasta que el libro llegó a San Luis. Por fin este miércoles lo tuve en mis manos, el deseado. Fui hasta su casa al final de la ciudad, el taxista dijo “espero a que le abran”, ella dijo “bajo”, esperé y apareció con el sobre y transformada, se había echado diez años encima, despeinada, sin maquillar, me contó que había habido un fraude en la empresa de telefonía móvil y que su marido (que no era culpable) estaba en un grave problema, que disculpara que no me invitara a subir, por supuesto, mil gracias y suerte. Qué bueno que el taxista me esperó. Y me fui preguntándome que vueltas le estaría dando a su Dios y abrazando el libro contra mi pecho.

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