Una mujer pobre en el 27

Es evidente que cruzarte con la pobreza, con la marginalidad es duro, para mí lo es. He recordado otra entrada que escribí aquí titulada teporocho. Hoy quiero narrar el encuentro con una mujer pobre con la que coincidí en el 27, autobús que recorre el Paseo de la Castellana desde mi casa hasta El Corte Inglés, adonde acudía despreocupada a encontrarme con mis hermanas para ir de rebajas. Las rebajas de invierno. Unos calcetines, un abrigo, ropa para yoga. Iba haciendo la lista mentalmente cuando esta mujer me preguntó si este autobús la llevaba hasta El Corte Inglés. Se acercó tanto que me produjo desconfianza. Era más alta que yo, delgada, cara redonda, piel arrugada. Ni triste, ni alegre, plana como el agua de un estanque. Comenzó a contarme su historia. Pensé que hablaba sin parar, sin pudor, porque habitualmente no tenía interlocutor. Su voz era suave, sin ira, con aceptación de su realidad. ¿Podía indicarla cuando bajarse? Le dije que aparecería en el visor. Me contestó que ni veía, ni sabía leer, con el mismo tono suave. Entonces no se preocupe, yo me bajó también allí. Aunque se me iba cortando el plan superfluo de las rebajas. Me operaron en el hospital Puerta de Hierro, y allí acabaron de estropearme los ojos. Alguien me dijo que los denunciara, pero hay que tener algo para meterse en eso. Yo no tengo nada. Su tono era tranquilo. Los 300€ que cobro de pensión me dan sólo para pagar la habitación en la que vivo, menos mal que me dan de comer, acudo cada día a un comedor, llevo mi propio cacharro, así puedo guardar un poco para la cena. Menos mal que me quieren en esa casa en la que alquilo el cuarto. Todo los días camino desde Francos Rodríguez, donde vivo, hasta la Plaza Elíptica. Voy y vuelvo, ya me conozco el camino y no tengo miedo de caerme. ¿Cuántos kilómetros cree usted que haré? Más de diez seguro. Tardo tres horas. Pues igual hace quince, intervine. Es lo único que hago, caminar. A veces tomo el autobús pero pocas veces, porque no los conozco. Le dio tiempo también a contarme que en la ONCE no la pueden ayudar porque no sabe leer, porque no ve las monedas. Ya hemos llegado. Bajó con cuidado. Llevo este aspecto, porque no tengo para nada más ¿Cree que iría con estos zapatos? ¡Si me muero de frío! Entonces miré de soslayo su vestimenta, un pantalón azul como de pijama de invierno y unos zuecos de goma, de esos que se usan en verano, de color amarillo, o quizá no eran amarillos, pero así se han quedado en el recuerdo. 
¿Entra usted? Me atreví a preguntar. No, yo sigo caminando. Muchas gracias, que dios la bendiga por ayudarme. Me metí al calor sofocante de los grandes almacenes, en los que desde hace siglos si no está satisfecho con su compra le devolvemos el dinero. ¡Qué tranquilidad! Me metí al runrún, al bullicio, al lujo de las marcas, de los bolsos de piel, de las joyas brillando bajo llave, bajo cristal. "Que dios la bendiga por ayudarme". Dios, dios, dios, ....

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